Desde el trabajo con los padres, varios autores describen como estos, cuando acuden a terapia solicitando ayuda para sus hijos, buscan a alguien que los arreglen, que les realicen una puesta a punto. Lo que ocurre en su demanda es una descripción de los comportamientos que los padres ya no consiguen manejar o mantenerse lo suficientemente tolerantes para acompañarlos.
Claro que el momento en el que acuden en busca de ayuda, es uno de mucha indefensión e impotencia, pero resulta curioso que la forma de abordar el tema es a través de la queja y la culpa con la que se crea una pasta difícil de manejar. Me explico.
Buscando la raíz etimológica de “queja”, encontramos que es una forma de expresión de dolor, pena con raíz en quassare (golpear violentamente) y en kwet (sacudir). La raíz de “culpa” viene del latín significando falta, imputación.
Lo que ocurre es que estos dos términos se entremezclan en nuestro discurso cotidiano y esto, como no puede dejar de ser, se muestra en las demandas de las personas que acuden a terapia. Lo que veo que ocurre es que ante la necesidad de ayuda, se nos mezcla tanto el dolor como la acusación y, con este coctail molotov, podemos ir incendiando cada vez más las relaciones complicadas que tenemos.
Los padres y madres (y los pacientes que acuden por una dificultad en una relación con otra persona) se quejan de que el hijo (o la persona con la que existe un conflicto) no hace determinada cosa (deberes, charlar, motivarse, etc.), o hace algo muchas más veces que lo que ellos esperarían (discuten, gritan, faltan a clase, están todo el día con el móbil, etc.). Con esto expresan su queja con un alto grado de culpabilización de la otra persona.
Aquí sorprende la raíz indo-europea – kwet – que da una señal de como la queja nos ayuda a sacudirnos de algo. Parece que como somos los únicos animales que no nos sacudimos, esta es una forma de hacerlo.
Pero ¿sacudirnos de qué?
Tal vez de la responsabilidad que tenemos dentro de la relación conflictiva en cuestión. Pero es curioso que al sacudirnos de esto, también terminamos en una situación de mucha impotencia, una vez que al sacudirnos de la responsabilidad, tampoco hay más vías o alternativas a explorar sino que solamente cabe la posibilidad de apuntar el dedo, decir que lo que el otro tiene es un defecto y así resolvemos la situación. Puede ser la única forma de retomar el control de la dificultad que tenemos entre manos, eso si, un control ciego, reduccionista y, en su uso continuado, perverso.
Creo que todo el mundo tiene derecho a quejarse y a culpar a quien entienda. Creo también que a veces existen relaciones tan tóxicas que no hay posibilidad de reconciliación o acercamiento. Pero quejarse culpando solamente hace que no podamos acceder al dolor que nos produce tal situación ni tampoco considerar la responsabilidad que tenemos en ese conflicto y en nuestro propio dolor.
De esta forma desmenuzar la queja de la culpa se convierte a veces en el primer objetivo. Por un lado, porque cuando hay conflicto, hay dolor. Por otro porque cuando hay conflicto las culpas están repartidas. Así que el éxito de la terapia pasa por que la persona (o los padres) se pregunten ¿qué es lo que yo estoy haciendo (o llevo haciendo años) que puede estar motivando tal comportamiento de la otra persona (o de mi hijo)?
Esto es esencial tanto porque es la pregunta que puede devolver a la persona o familia el poder sobre la situación, explorar las dinámicas que tienen establecidas, redefinir límites o tocar dificultades personales que perpetúan determinados comportamientos en los demás, como también tener una perspectiva mucho más amplia de toda la situación y así poder acceder a la riqueza de ese mismo conflicto con beneficios tanto personales como interpersonales.
En Vipassana existe una práctica de meditación que tiene el nombre de “firme determinación”. Cojo este nombre porque me parece apropiado para nombrar el trabajo que pueden iniciar las personas en terapia (padres, madres, familias, personas, etc.). El de crear una firme determinación para observar toda la situación, desde diferentes puntos de vista, entregándose a la inseguridad que esto produce y sobretodo con la humildad que requiere verse a uno mismo o al mundo que nos rodea, con una mirada comprensiva, no culpabilizadora.
Creo que es fácil comprender que esta actitud queja-culpa es algo que nos viene dado desde los inicios de la vida, con lo que aprendemos a manejarnos y del que renacemos para sobrevivir con el coste que conlleva que las personas más cercanas nos culpen de lo que hacemos, de lo que somos. Tal vez por eso seguimos haciendo lo mismo; para no entrar a tocar y cuidar el dolor de haber sido humillado, culpabilizado y abandonado por los que supuestamente más nos querían.
Abrir esta puerta de exploración, permite abrir el espacio para tocar las verdaderas sensaciones físicas que, algunas, hacen ya parte de nuestra vida y a las que nos desensibilizamos, además de tocar las emociones que están en el fondo de aquella actitud culpabilizadora y que es necesario atender. Como dice Dan Siegel, además de sobrevivir, en esta vida podemos progresar.